Taco de ojo

Suena la tortilla, calentándose en aquella placa metálica, siseante; sale el vapor, y si se acaba, se seca, “se dora”, como muchos dicen; se quema, retorciéndose hasta volverse negra, hasta que se hace incomible y los niños hambrientos tienen derecho a mascarla, a tratar de tragarla, aunque sólo los mate más.

Pero no se quema…

Por eso los niños no pueden comerla.

A la tortilla aquella se une una cosa amorfa, que apesta a carne. Esa materia grasosa salta sin tregua a través del aire saturado, saturado de aceite vaporizado y muchas cosas indefinidas. Deja de saltar, pero aún sisea como la tortilla: se cuece en su propio jugo, como los miles de individuos que claman alimento; como todos los desgraciados sin hogar, esos infelices poseedores sólo de tortillas quemadas para pasar por sus gargantas y, a veces, algo peor. Entonces, termina de cocerse.

Mucho después que la tortilla.

Sobre aquella barra puerca, primitiva, llena de toda la suciedad del mundo y que alimenta a miles de personas a diario; sacia el hambre impasible de la vida y llena los vacíos del alma, aunque sólo poco tiempo.

Y poco tiempo tiene la gente. Por eso esa placa en la que se hace la comida está sucia, igual de sucia que la barra, incluso más, ya que supura grasa; esa grasa pestilente que sale de las cosas mal hechas, hechas rápido y con engaños, que no poseen pizca de alma humana.

Es así porque todos quieren todo. Porque ya no sabemos de algo que no sea rápido, algo que de verdad dure más que un instante.

Sobre aquel disco plástico se posa la tortilla, y sobre la tortilla aquella masa parecida a la carne, pero que son ojos, ojos de res, de una res que sufrió la muerte: la muerte que alimenta, que nos alimenta.

Y al cerrarse la tortilla aquella —mucho después de tomar entre empujones y maldiciones el plato—, se aprieta la carne como si fuera un ramo de ojos de res y, la tortilla, la envoltura. Sólo ya, cuando asoman tus dientes para destruir aquel ramo, ramo de muerte y dador de miserable vida. Ves al taquero (que está frente a ti), y tiene puesto un cubrebocas azul.

*Nota: Homenaje metafórico al cuento corto de Octavio Paz, «El ramo azul». Recomiendo su lectura.

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